Federico Abad

Cuando Rafael entró en mi vida

Rafael Balsera entró en mi vida cuando yo tenía seis años. Buscó una fórmula para acogerme en el colegio que él dirigía, Nuestra Señora de Linares, cuando mi madre se desesperaba por no encontrarme plaza en ningún colegio público, pues eran entonces muy pocos y estaban abarrotados.

No llegué a recibir clases de él porque ya había ganado las oposiciones a dirección, aunque sí era para nosotros una figura protectora, atento a cuanto sucedía tras sus gruesas gafas de miope. De vez en cuando se dejaba caer por nuestra aula y pronunciaba alguna inconveniencia simpática que distendía el tono solemne –solo en apariencia– con el que se investían nuestros maestros.

Mucho más tarde, cuando llegada mi adolescencia me acogió en el círculo estrecho de sus Discípulos –así, con mayúsculas–, logré comprender que sus apariciones eran cargas de profundidad, y no dirigidas precisamente a ostentar su soberanía, sino todo lo contrario: a preservar el clima de libertad que con grandes dosis de diplomacia y mucho, muchísimo tacto, había conseguido crear en el colegio de Valdeolleros mientras el nacionalcatolicismo seguía soplando con fuerza en la calle y en las escuelas.

Tenía yo seis años cuando Rafael Balsera entró en mi vida, y ya no salió de ella hasta su muerte en 2008. Nuestras conversaciones podían durar lo que una cena o el trayecto desde el teatro o el cine hasta su casa, o un día de excursión por algún paraje de la provincia, o un viaje a París o a Tánger, donde tuvimos una bronca monumental que se tomó con sorna a su regreso. Duraran lo que durasen, aquellas conversaciones con Rafael resultaban excepcionales porque, al contrario de lo que suele ser habitual, nunca volvía yo a casa con las manos y la cabeza vacía.

Tenía Balsera un nosequé peculiar que hacía de él un enorme maestro. Pero lo curioso es que nunca, y digo bien, jamás, sentaba cátedra. Podía sacar lo mismo su faceta obsesiva, o la sarcástica, o la reivindicativa, o la doliente, o la juerguista, o la iluminada. Daba igual. Una vez tras otra constataba yo que sus palabras y sus actos me estaban moldeando y me ayudaban a crecer y a madurar como no habría imaginado.

En el fondo probablemente fuese una cuestión de generosidad. Vivimos unos tiempos en los que nos preocupa dedicarle nuestro tiempo a los demás, sufrimos una especie de avaricia vital. No era ese el caso de Rafael Balsera: repartía su tiempo y su persona con una esplendidez inusitada, y al hacerlo te enriquecía en el sentido textual del término. Él, que siempre huyó como alma que lleva el diablo de los fastos, de lo protocolario, de las solemnidades y hasta de los homenajes que pretendían brindarle, era sin embargo un salvoconducto a las altas esferas de la intelectualidad: «ayer estuve con Balsera y me dijo...», «acompañé a Balsera a ver...», «estuvimos departiendo con Balsera de...», y aquello me proporcionaba una legitimidad que nadie se atrevía nunca a cuestionarme, porque su palabra y su persona, por no haberse manchado de la vanidad que le circundaba, mereció siempre el máximo respeto. Quién lo diría de un iconoclasta de su talla.

Podría hablar también de su faceta de dramaturgo, aunque él mismo, con sus fobias, con su timidez –porque Rafael era en el fondo un tímido contumaz–, con esa humildad que lo mantenía alejado de los círculos del poder literario, fue siempre su mayor enemigo. Por mi parte, solo desearía que la posteridad le hiciese justicia a su excelente trilogía publicada, tras muchas vicisitudes, en 1999.