semblanza de Julio Anguita

Al maestro, In Memoriam

El 4 de Febrero de 1963 comencé el ejercicio de mi profesión en la escuela graduada “Gran Capitán de Montilla. Fue mi primer encuentro con don Rafael Balsera del Pino, director escolar por oposición. Nada especial que relatar de este primer contacto. Me pareció un hombre amable aunque distante. Con el tiempo aprendí que aquella aparente lejanía no era otra cosa que la cautela necesaria y en primera instancia, de quien ejercía con lucidez y dolor la arriesgada tarea de pensar libremente en una dictadura que en unión hipostática  con el clero, hacía de la castración intelectual el corolario de su represión sangrienta. Una represión que dejó a Rafael huérfano de maestro en plena guerra. El fusilamiento de don Modoaldo Garrido marcó en él, junto con la impronta de su magisterio, la ausencia causada por una muerte a manos de los sempiternos verdugos que han transido nuestra frustrada historia.

Aquella experiencia y las añadidas a los interminables días posteriores, hicieron de aquel Balsera un trasunto del primitivo Diómedes, el filósofo prudente y protagonista de su obra más conocida. Aunque el personaje fue cambiando en las sucesivas versiones que del Ágora hizo Rafael, en el fondo siguió siendo el hombre que dotado de un gran arrojo intelectual, estuvo siempre mediatizado por sus reservas ante un poder que solo se expresa con el taconazo, el oscurantismo oficializado y el asesinato como última e inapelable decisión.

Al poco tiempo, Rafael tuvo la evidencia de que aquellos jóvenes maestros no tenían madera de delatores y además, sumergidos en una crisis de identidad casi existencial, eran susceptibles de ser ganados para la causa de lo que el llamaba arte inquietador de sopesar las razones: el ejercicio sin trabas del pensamiento y la comunicación del mismo. Y comenzó el desmontaje de andamiajes mentales malformados en la familia y lo que es peor, en las Escuelas Normales. Qué degradación desde el plan profesional para los maestros de la II República y cuantas depuraciones tras la victoria del trono y el altar.

 Mi mundo conformado por lecturas abundantes, diversas en su monocolor pero asistemáticas, caóticas y lastradas por quintaesencias alcanforadas fue arrasado por aquel despliegue argumental en el que no se sabía que era lo más brillante si la concatenación de los juicios, la pulcritud y el equilibrio de un lenguaje propio de un templo griego o la vasta cultura enraizada en el troquel de la Ilustración y las Luces.

El maestro ejerció su labor, más allá del connatural impulso pedagógico, como una necesidad personal de arrebatar al régimen adoctrinadores asalariados para perpetuar sus miserias. Fue siempre consciente de que así combatía lo que temía y despreciaba. Las tardes y los paseos por Montilla, las acaloradas discusiones hijas de las últimas e inútiles resistencias del seducido alumnado, permitieron que Rafael se mostrara en todas sus facetas cada cual más llena de contenidos y mundos nunca sospechados.

Desde la poesía de Machado hasta Thomas Mann pasando por Voltaire, Renan, Sartre, Baroja, Hernández y decenas de figuras que aparecían ante nosotros como creadas en los mismos instantes en que eran citados, comentados y expuestos ante nuestros ojos de ávidos lectores. Un mundo moría por esclerosis y por incapacidad de mantenerse ante el embate creador de la nueva visión pero el que nacía lo hacía con el dolor de lo nuevo y con la rabia del tiempo pedido en quincallas y bisuterías de patriotismo ramplón y tramposo con la Historia.

Pero lo que nos causaba una emoción sólo comparable con la que el explorador se apresta a aventurarse en un territorio ignoto e impensable hasta entonces, era oír explicar a Rafael su teatro, sus personajes y las asimilaciones de los mismos a seres de carne y hueso que lejanos o cercanos tallaron el mundo del maestro. Los títulos de las obras eran para nosotros ecos de universos que nos llamaban y a la vez nos sumergían en la angustia de la muerte segura y presentida que constituía por entonces la obsesión de Rafael. Así, Madrugada de las dos orillas   La misa de Andrés Bruma o la más emblemática  Ágora silenciosa fueron para siempre los mundos de todos los dramas, grandezas y miserias del ser humano venido, por azar, a la existencia.

Solía decirme que yo conocía lo mejor de la música de tercera fila. También abordó la tarea de enseñar a degustar a los clásicos. Recuerdo aún, casi con unción, los para mí inéditos compases del tercer concierto de Brandenburgo con el que comenzó la tarea de iniciar en la estética del arte de Terpsícore al alumno asombrado ante aquel otro nuevo universo que el maestro comenzaba a entreabrir para él.

Pasó el tiempo de Montilla, las colonias escolares y la convivencia en el piso para cuatro que compartió con nosotros. Pero su magisterio continuó todavía más cercano, más hecho de búsquedas conjuntas. El cine club del Círculo de la Amistad, las lecturas de teatro o las largas conversaciones en el mechinal, habitación llena de libros en la casa de Conde de Torres Cabrera , constituyeron las nuevas aulas en las que él siguió dejando su impronta.

Maestro y alumno compartimos horas de paseos hasta las Ermitas, la cuesta de la Traición o las descuidadas habitaciones de las Antas, finca que en la falda de la sierra administrara doña Genoveva, su tía. El entorno fue cambiando de nombres: su otra tía Brigida, Brila, su hermano Luis,  Juan Ayala, su sobrino Manuel Balsera y con él, Lola.

Mi vida fue desarrollando opciones personales y de futuro; pero la relación continuó años y con ella una sólida complicidad que seguía manifestándose en paseos, intercambio de libros, (los míos de Historia) y  largas conversaciones a propósito del mundo de la clandestinidad política con el que me había comprometido. Cuando le informé de mi ingreso en el PCE sólo tuvo un comentario aprobatorio aunque no exento de ironía; esa ironía y ese humor penetrantemente cáustico que nunca abandonó  teniendo, además, la virtud de no caer en sus bajos fondos.

Las circunstancias personales y políticas de mi vida posterior son conocidas. Nuestras relaciones se espaciaron en el tiempo pero cuando las retomábamos surgía en ambos la constatación de que habíamos labrado una relación en la que no encontré otra manera de mostrar mi cariño, respeto y admiración que seguir llamándole Don Rafael.

Puedo asegurar ante ustedes y ante su memoria que el encuentro de aquel 4 de Febrero de 1963 fue decisivo para mi vida y constituye  una parte esencial del bagaje con el que iré hacia el mismo destino al que ya ha arribado el maestro.