semblanza de Eloy Luque

El griterío de los chiquillos jugando en el recreo. Rafael lo comentaba a menudo como uno de los recuerdos que más añoraba de los años pasados en el colegio Nuestra Señora de Linares. Con ese griterío, amortiguado por unos cristales con visillos blancos casi siempre corridos, y una lámpara de cálida luz a su espalda, ¡encendida incluso de día! para mi sorpresa infantil, trabajaba en su despacho de director. Y aunque en el momento de su jubilación le ofrecieron que pudiera seguir yendo por allí y trabajar en el despacho donde tanto vivió, supo no aferrarse a esos recuerdos, y proseguir en su vida de jubilado con la misma tarea educadora que muchos años atrás iniciara.

No podría hablar de su labor docente como maestro nacional, puesto que mi trato con él comenzó cuando ya era director ¡por oposición!, como le gustaba insistir cada vez que salía el tema, muy dolido por la desaparición del cuerpo de directores tras la primera gran reforma administrativa en democracia. Pero sí puedo hablar de su tarea como Maestro, con mayúscula, en el sentido más elogioso de quien enseña sabiduría, de quien regala claves que te ayudarán a vivir una vida más plena, de quien me enseñó que la sensibilidad y el afecto no están reñidos con el humor, la ironía y la risa; humor e ironía que se aplicaba primero a él y que, más tarde o más temprano acabaría recayendo sobre las más sagradas instituciones y personajes.

D. Rafael, como le llamábamos, a pesar del paso de los años y la consolidación de la amistad, numerosos discípulos y amigos, mantuvo un contacto frecuente con antiguos alumnos, que siempre encontramos motivos para disfrutar de su compañía y beber de su sabiduría. En mi caso desde el ya lejano 1976 en el que, a raíz de un periódico escolar en que unos ingenuos escolares deslizábamos gruesas palabras contra un régimen que fallecía pero que aún no estaba muerto,  D. Rafael nos llamó a su despacho para explicarnos la inconveniencia de aquellas palabras y sugerir, sin que llegáramos a sentirlo nunca como imposición, algunos cambios.

Puedo afirmar que aquel día fue el inicio de mi descubrimiento de la cultura y el pensamiento. Y quizás mis compañeros dirían lo mismo, porque a partir de entonces D. Rafael fue nuestro proveedor de libros y revistas, el que nos impulsaba a acudir a cine-forúms, a conferencias, a exposiciones, quien escuchaba con interés nuestras opiniones y de quien esperábamos con avidez sus explicaciones, sus interpretaciones, su magisterio.

En mi manera de pensar y sentir la realidad reconozco su impronta. Sus enseñanzas cayeron como semillas en suelo fértil (y vuelvo a hablar también por algunos de mis compañeros de entonces); quizás nuestra edad, quizás el momento histórico, acaso la sabiduría del agricultor… Y aunque no fue la única influencia, si fue la más indeleble, la más nítida. Tanto que en alguna de mis expresiones reconozco el reflejo de alguna suya y, a veces al hablar, vislumbro su imagen como una marca de agua en mi discurso.

Pero por encima de su inteligencia y de su lucidez yo valoro su capacidad para la risa y su afectividad con las personas. Lo ví reirse de sus enfermedades a pesar del miedo que le pudieran inspirar, lo vi reirse de premios y homenajes aunque él fuera el protagonista, lo vi reirse de sus manías y fobias aunque no pudiera evitarlas y, sobre todo, ví como quería a sus amigos, a su familia o a sus discípulos.

No te ovido, Rafael.

―¿Te ha gustado, Rafael?

―Parece que te he pagado para que escribas eso. Pero me gustaría más si acabaras proponiendo que cualquier futuro homenaje a mí deberá terminar con una cama redonda.

―Lo he pensado, pero ya sabes que eso no va a poder ser. Desde los catorce años me has hablado del principio de realidad, así que…

―Si, si, era solo una boutade más, pero si de aquí no se inicia mi proceso de canonización no os lo voy a perdonar nunca.

―¡Rafael…!